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LA MOSCA

LA MOSCA

George Langelaan

«A Jean Rostand, que un día me habló largamente de mutaciones»

.Siempre me han dada horror los timbres. Incluso durante el día, cuandotrabajo en mi despacho, contesto al teléfono con cierto malestar. Pero por lanoche, especialmente cuando me sorprende en pleno sueño, el timbre delteléfono desencadena en mí un verdadero pánico animal, que debo dominarantes de coordinar lo suficiente mis movimientos para encender la luz,levantarme e ir a descolgar el aparato. Y aun entonces, necesito hacer unverdadero esfuerzo para anunciar con voz tranquila: «Arthur Browning alhabla». Con todo, no recupero mi estado normal hasta que reconozco la vozque se dirige a mi desde el otro extremo del hilo y no me sientoabsolutamente tranquilizado hasta que sé por fin de qué se trata.En aquella ocasión, sin embargo, pregunté con mucha calma a micuñada cómo y por qué había matado a mi hermano, cuando me despertó alas dos de la mañana para anunciarme el atroz asesinato y para pedirme porfavor que avisara a la policía.—No puedo explicártelo por teléfono, Arthur. Llama al cuartelillo y vendespués.—¿No sería mejor que te viera antes?—No. Es preferible prevenir a la policía sin perder un minuto. De nohacerlo así, van a imaginarse demasiadas cosas y a hacer demasiadaspreguntas… Les va a costar bastante trabajo creer que lo he hecho yo sola.En realidad, convendría decirles que el cuerpo de Bob está en la fábrica. Talvez quieran pasarse por allí antes de venir a buscarme.—¿Dices que Bob está en la fábrica?—Sí, debajo del martillo-pilón.—¿Del martillo-pilón?—Si, pero no preguntes tanto. Ven, ven de prisa, antes de que misnervios se nieguen a sostenerme. Tengo miedo, Arthur. ¡Compréndelo,tengo miedo!Y, cuando colgó, también yo tenía miedo. Hasta aquel momento habíaescuchado y respondido como si se tratara de un simple asunto de negocios,y sólo entonces empecé a comprender el verdadero significado de laspalabras de mi cuñada.Estupefacto, tiré el cigarrillo que había debido encender mientrashablaba con ella y marqué, dando diente con diente, el número de la policía.¿Han intentado alguna vez explicar a un soñoliento sargento de guardiaque acaban de recibir una llamada telefónica de su cuñada para anunciarlesel asesinato de su hermano a golpes de martillo-pilón?—Sí, señor, le comprendo muy bien. ¿Pero quién es usted? ¿Sunombre? ¿Su dirección?En aquel momento, al otro lado del hilo, el inspector Twinker se hizocargo del aparato y de la dirección de las operaciones. Él, por lo menos,pareció comprenderlo todo y me rogó que le esperara para que fuéramosjuntos a casa de mi hermano.Tuve el tiempo justo de ponerme un pantalón y un jersey, y de coger alpasar una vieja chaqueta y una gorra, antes de que un coche de la policía sedetuviera frente a mi puerta.—¿Tiene usted un vigilante nocturno en la fábrica, míster Browning? —preguntó el inspector mientras arrancaba—. ¿No le ha telefoneado?—Sí… No. Efectivamente, es curioso., Aunque mi hermano ha podidopasar a la fábrica desde el laboratorio, donde generalmente se queda hastamuy tarde, a veces durante toda la noche.—¿Entonces Sir Robert Browning no trabaja con usted?—No. Mi hermano realiza investigaciones por cuenta del Ministerio delAire. Como necesitaba tranquilidad y un laboratorio cercano a un lugardonde pudiera encontrar en cualquier momento toda clase de piezas,pequeñas y grandes, se instaló hace algún tiempo en la primera casa quehizo construir nuestro abuelo, sobre la colina, cerca de la fábrica. Yo le cedíuno de los talleres antiguos, que ya no utilizamos, y mis obreros, trabajandobajo sus órdenes, lo transformaron en laboratorio.—¿Sabe usted con exactitud en que consisten las investigaciones de SirRobert?—Casi nunca habla de sus trabajos, que son secretos. Pero supongo queel Ministerio del Aire está al corriente. Yo sólo sé que se encontraba a puntode terminar una experiencia en la que llevaba varios años trabajando y porla que demostraba un gran interés. Algo relativo a desintegración yreintegración de la materia.Frenando a duras penas, el inspector viró en el patio de la fábrica ydetuvo el coche al lado de un agente uniformado, que parecía esperarle.Por mi parte, no necesitaba escuchar la confirmación de labios delpolicía. Era como si supiera, desde mucho tiempo atrás, que mi hermanoestaba muerto. Al bajar del coche, me temblaban las piernas como a unconvaleciente en su primera salida.Otro policía, salido de la sombra, vino a nuestro encuentro y noscondujo hasta un taller brillantemente iluminado. Alrededor del martillo-pilónmontaban guardia varios agentes, mientras tres individuos vestidos depaisano se dedicaban a la instalación de pequeños proyectores. Vi la cámarafotográfica dirigida hacia el suelo y tuve que haber un violento esfuerzo paraapartar los ojos de él.Sin embargo, era menos espantoso de lo que había pensado. Mihermano parecía dormir boca abajo, con el cuerpo ligeramente atravesadosobre los raíles que servían para la conducción de piezas hasta el martillo.Como si su cabeza y su brazo estuviesen hundidos en la masa metálica delinstrumento. Casi resultaba increíble que hubieran sido aplastados por él.Después de cambiar unas palabras con sus colegas, el inspector Twinkerregresó junto a mí.—¿Cómo puede levantarse el martillo, míster Browning?—Yo mismo haré la maniobra.—¿Quiere que vayamos a buscar a uno de sus obreros?—No, no hace falta. Mire: el cuadro de mandos está ahí. Fíjese,inspector. El martillo ha sido regulado para desarrollar una potencia decincuenta toneladas y su índice de descenso es de cero.—¿De cero?—Sí. O a ras del suelo, hablando más claro. Por otra parte, se le hapuesto en funcionamiento intermitentemente. Lo cual quiere decir que espreciso volverlo a subir después de cada golpe. No sé aún la versión de LadyAnne, pero estoy seguro de que ella no habría sabido regular con tantaprecisión la caída del martillo.—Tal vez se quedó así ayer por la tarde.—Imposible. En la práctica, jamás se utiliza el descenso a cero.—¿Pue Seguir leyendo

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LA MOSCA — George Langelaan

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